No sigo personas: sigo ideas que resisten el tiempo
Hay palabras que usamos con tanta frecuencia que pierden su verdadero peso.
Lealtad es una de ellas. Se pronuncia con orgullo, se exige, se promete.
Pero pocas veces se piensa en lo que realmente implica. Ser leal se ha convertido en
sinónimo de ser confiable, constante, fiel. Sin embargo, en nombre de esa lealtad,
muchos han terminado sosteniendo causas o personas que no lo merecían.
Hace tiempo entendí que la lealtad, por sí sola, no basta.
Puede ser una
virtud, sí, pero es una virtud incompleta.
La lealtad nace del vínculo: de la confianza, del afecto o de la gratitud. Pero su naturaleza es dependiente. Es una virtud que necesita un destinatario —alguien o algo a quien dirigirla—, y ahí radica su fragilidad. Cuando la persona o la causa a la que se es leal se desvía de lo correcto, la lealtad puede volverse una trampa. Defender al amigo cuando se equivoca, proteger al grupo aun cuando actúa injustamente, callar por compromiso: todo eso se hace en nombre de la lealtad, pero contradice la conciencia.
El honor, en cambio, no necesita rostro.
El honor se sostiene
solo.
No depende de vínculos, sino de principios.
Ser honorable no es ser fiel a alguien, sino ser fiel a lo que uno cree que es correcto, incluso si eso implica perder amistades, reconocimiento o poder. El honor nos exige elegir entre el afecto y la verdad, entre la conveniencia y la justicia. No todos están dispuestos a hacerlo, porque el honor no recompensa; simplemente mantiene en pie lo que somos.
Por eso digo que el honor supera a la lealtad.
La abarca, la contiene y, cuando
es necesario, la corrige.
Uno puede ser leal dentro del honor, pero nunca
honorable sin ética. El honor no se mide por la obediencia ni por la permanencia,
sino por la coherencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace.
Y ahí aparece la distinción que tanto se pasa por alto: ética y
moral no son lo mismo.
La ética es el pensamiento: el examen
constante de lo que es correcto.
La moral es la acción: la práctica de esos
pensamientos en la vida diaria.
Una da sentido, la otra da forma.
El honor
es la unión de ambas: pensamiento justo convertido en acto justo.
No sigo personas; sigo ideas.
Porque las personas cambian,
pero los principios —cuando son auténticos— se fortalecen con el tiempo.
Vivimos en una época en la que muchos eligen bandos, no convicciones.
Y quizá
por eso el honor se vuelve un concepto incómodo: no se acomoda, no obedece, no busca
aprobación. Solo responde a la conciencia.
El honor, al final, no es una virtud antigua. Es una necesidad moderna. Porque mientras la lealtad puede ser manipulada, el honor solo puede ser vivido.