“No decimos las cosas como son: las decimos como podemos nombrarlas.”
La Guerra por las Palabras
En este nuevo milenio, la batalla más decisiva no se libra en campos de guerra ni en
parlamentos: se libra en los territorios invisibles del lenguaje. El neoliberalismo,
como una inteligencia artificial que se infiltra en cada terminal de la sociedad, no
solo administra recursos: también reprograma el diccionario que usamos en el pueblo.
"No decimos las cosas como son: las decimos como podemos nombrarlas." —recordaba Lacan, como si advirtiera que quien controla las palabras controla la realidad.
El enemigo no viste uniforme, ni porta armas visibles. Habla. Nombra. Y al nombrar, altera lo que creemos posible.
El vaciamiento: las palabras zombis
En esta guerra, el primer paso fue la creación de palabras huecas, vocablos que
parecen vivos pero caminan sin alma. “Flexibilización”, dicen, y suena a movimiento,
pero es la máscara de la precarización. “Austeridad”, anuncian, y se disfraza de
virtud, cuando en verdad es la orden de sacrificar cuerpos y sueños en el altar del
déficit.
El neoliberalismo opera como un virus semántico: conserva la forma de la palabra, pero le succiona el contenido. Al mirarlas, creemos entender; al repetirlas, quedamos atrapados en espejos empañados.
La creación de universos léxicos
Cada palabra no es solo un signo: es la puerta a un universo posible. El
neoliberalismo lo sabe y, por eso, fabrica su propio cosmos verbal: en él, el
mercado es un dios infalible, la competencia es
ley natural, y todo aquello que huele a comunidad o justicia se reduce a cenizas.
En este universo cerrado, lo que no se nombra deja de existir. “Solidaridad”, “derechos colectivos”, “justicia social” son expulsadas como reliquias de un mundo extinguido. Así, el neoliberalismo no solo nos roba palabras: nos roba futuros.
El ataque a la capacidad de nombrar
Pero la ofensiva va más allá. No basta con zombificar palabras: hay que destruir las
forjas donde nacen. Por eso la educación pública se erosiona, la ciencia se
desfinancia, y el pensamiento crítico se persigue como si fuese herejía.
El objetivo es claro: que las próximas generaciones no tengan las herramientas para nombrar la injusticia. Porque un pueblo sin palabras es un pueblo sin resistencia.
La insurrección lingüística
Sin embargo, toda ocupación despierta resistencia. Y aquí surge una rebelión
silenciosa: la insurrección de las palabras.
Nombrar las cosas por lo que son —ajuste como recorte, privatización como saqueo, concentración como desigualdad— es un acto de insumisión. Cada palabra recuperada es una chispa que rompe la programación impuesta. Es el gesto de volver a ser sujetos de la historia y no objetos de mercado.
El nacimiento de otros imaginarios
Pero resistir no basta: hay que inventar. Hay que soñar universos donde la
comunidad sea la tecnología más avanzada, donde la
solidaridad sea la fuerza más poderosa, donde
soberanía y derechos no sean monumentos oxidados,
sino herramientas vivas para construir un porvenir que no dependa de algoritmos
financieros ni de los caprichos de un mercado.
La guerra por las palabras no se ganará con un grito único, sino con millones de voces capaces de imaginar otros mundos posibles. Y esa imaginación, en tiempos oscuros, es el más luminoso de los actos de resistencia.